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miércoles, 24 de septiembre de 2014

63.

Apenas daban las dos de la mañana en aquel viejo reloj de pared.
En la mesa, un cenicero.
Un cenicero y cien colillas.
Cien colillas y ceniza.
Y un cigarro a medio acabar.
Humo.
Humo que se distinguía por su blanco espesor en la habitación oscura y el tocadiscos con una suave melodía de Yann Tiersen.
Unas manos nerviosas que movían los dedos chocando contra la mesa.
Unas uñas mordidas con el esmalte negro roto golpeando con angustia la mesa.
Impacientes.
Y una rodilla cerca de la cara de aquella chica, sentada en la butaca roja de la habitación, con la otra de sus piernas colgando, sin llegar al suelo, pensando, moviendo su cabeza despeinada al compás de aquella melodía de la banda sonora de "Amélie"
Dubitativa, dando largas caladas al cigarro.
Moviéndose, de vez en cuando, de un lado al otro del pequeño cuarto, iluminado por las pocas estrellas que lograba ver desde la ventana de su habitación, en un patio interior, de un alto edificio, en  medio de una gran ciudad.
Sin rumbo fijo.
Sin saber qué hacer.
Sin saber cómo continuar.
Y ahí estaba.
Ella, con su cigarro.
Intentando ver las pocas estrellas que se veían desde el pequeño cuarto, en el patio interior de un alto edificio en medio de una gran ciudad.
Y entonces, en ese momento, se dio cuenta.
Se dio cuenta de que ella, era una gota y el mundo, un océano.
Un océano sin descubrir.
Repleto de mares.
De seres maravillosos e historias impresionantes detrás de ellos.
Y aspiró de nuevo la nicotina de aquel cigarro.
Con estrellas en los ojos.
Se dio cuenta, en ese preciso instante, de la inmensidad que el océano, podía llegar a alcanzar.