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lunes, 26 de octubre de 2015

Calle de la Trinidad 285.
Piso 4, 3b.
Llovía, llovía mucho, algo de esperar en noviembre.
Llamé al telefonillo y una voz grave, me abrió la puerta.
Subí las viejas escaleras que chirriaban detrás de mí y me encontré con unas imponentes puertas verdes.
El edificio, en sí, era viejo.
Viejo y enorme.
El mismo hombre que me atendió a través del telefonillo, me abrió la puerta.
-Pase- me dijo, y entré, para encontrarme algo igual de imponente y viejo, que el exterior.
La casa era grande, de pasillos largos mal iluminados y con alfombras que cubrían el suelo entero, cruzando de un lado a otro la casa.
Al principio, se encontraba el salón.
Parecía que aquella familia, viviese en el S.XX y no hubiese salido de ahí.
Era grande, todo en aquel lugar lo era, había una mesita de café a los pies de los sofás, colocados en U de tres asientos cada uno, con unas tazas de té, vacías, y varios libros superpuestos.
Los ventanales, recorriendo la pared casi entera, con cortinas grandes y pesadas que caían hasta el suelo como si les costase, eran granates y se movían con dificultad pesé al viento que hacía.
Parecía, que la lluvia no les importaba.
Seguí recorriendo el salón con la mirada y topé con una espalda y una calvicie incipiente, entre los cientos y cientos de libros, que podrían ocupar (perfectamente ordenados) esas estanterías regias, había lugar para un tocadiscos.
Un hombre, se giró y me miró con sonrisa amable, entre los dientes, sujetaba una pipa, sin encender y tras una mirada larga, me preguntó si tenía un mechero (o unas cerillas en su defecto) me apresuré y busqué entre mis bolsillos, hasta dar con el mechero, y alargué mi mano para ofrecérselo.
Antes de lo que pensaba, la habitación se mezcló con un aroma de tabaco de pipa y leña quemada, que me transportó a cuando mi padre, fumaba pipa.

- 10 años antes -

Estaba en mi habitación, leyendo un cuento no tan para niños, que descubrí muchos años después.
Sonó la puerta de la calle y supe que había llegado, bajé las escaleras, corriendo, y ahí estaba.
Cogí mi libro y me dirigí al despacho, para acomodarme en un sillón que tenía y él se sentó en la mesa de caoba, buscó en los cajones y sacó la pipa.
Apenas montó el tabaco, cogió una cerilla y prendió el tabaco.
Me contó cómo había ido su día y después, yo le conté el mío.
Mientras terminaba el papeleo, yo me quedaba inmersa en la lectura, hasta que él terminaba y me acurrucaba en sus rodillas, para seguir el libro, por donde yo lo había dejado.
Esa era la rutina diaria desde hacía varios años.
Hasta que un día, la puerta no sonó,
nadie bajó las escaleras
y la pipa no se encendió.
El perro no ladró
y yo no salí de mi habitación.
Dejó un rastro de tabaco escondido entre los libros y un olor que me sobrecogía todas las tardes a las 7 en punto, esperando en aquel sillón, esperando a que alguien, él, ocupase la silla.
La pipa seguía ahí.
El tabaco seguía ahí.
Y las escasas cerillas.
Pero él no volvía.
Nunca volvió.
Y los libros se acabaron.
Y yo empecé a fumar en su defecto,
en aquel viejo, cada vez más viejo sillón,
y el perro empezó a ladrar cada vez que yo hacía sonar la puerta.
Nadie bajaba las escaleras
y yo me hacía un té.
Y así pasaron los años
con polvo acumulado en el recuerdo
y una pipa en un cajón.
Un cartón y otro de Marlboro en la papelera
y cerillas gastadas.
La habitación siguió con su olor característico, pero cada vez más a cigarrillos, en vez de pipa,
y el sillón fue cambiado por otro.
Los libros empezaron a rotar
Y la habitación a cambiar.
La casa empezó a vaciarse
Y con ella sus recuerdos.
Y él, nunca volvió a aparecer.
Y ella, siguió sus costumbres, como si nada hubiese cambiado.
Cuando todo, había cambiado.