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lunes, 11 de noviembre de 2013

Parte I.

Cierra los ojos y suspira, mueve su cuello, de un lado a otro, haciéndolo crujir y mueve los dedos, abriéndo y cerrando las manos, para después, estirar sus brazos, balanceándolos lentamente de arriba abajo y de izquierda a derecha.
Abre lentamente los ojos y vuelve a suspirar. En su mente se puede oir como hace una cuenta atrás y en su pecho, los latidos a alta velocidad de su corazón, a punto de salirse de éste.
Cierra los ojos y vuelve a contar. 3, 2, 1. 
Y entonces, se abre el telón y deja a la vista el gran anfieteatro, vuelve a respirar profundamente y sale de la izquierda del escenario, paso a paso, lentamente, como si se fuera a romper en algún momento. Se estira el bajo del vestido, nerviosa y poco acostumbrada a no llevar pantalones y ahueca su pelo, con cuidado en todo momento de no caerse con los tacones (que estaban siendo una real tortura para sus pies hechos a sus viejos y desgastados zapatos)o de tropezar con algún desafortunado tablón de madera barnizado.

Recordando las palabras que su profesor le había dicho durante años, se para frente a la banqueta de aquel imponente piano de cola negro y saluda al público, para después acercar el asiento, abrir el instrumento e inspeccionar las teclas antes de sentir sus largos dedos sobre las suaves teclas, dejando que así (y de la única manera que conocía) sus problemas se desvanecieran entre el final de aquellas obras maestras de Beethoven y Mozart y dejaran de retumbar en su cabeza gracias a los aplausos ensordecedores del público.

Y de nuevo, silencio. 
Silencio entre los aplausos. Silencio entre las sirenas de la calle de al lado bajando a 120 por hora y saltándose algún que otro semáforo. Silencio en el escenario. 
Silencio mientras un grito se ahogaba en su garganta y se manifestaba con un par de lágrimas sobre su rostro de marfil blanco, ojos negros y labios rojos.
Saluda de vuelta al público y antes de quererlo, sus pies ya habían empezado a avanzar, evitando en todo momento que sus pies torpes se tropezaran entre ellos y antes de que se le nublara -más- la vista, volvió a escabullirse detrás de esa cortina roja al final del escenario, metiéndose en una pequeña habitación dónde alguien había tenido el "detalle" de poner su nombre en perfecta cursiva. 

Luz ténue, una pequeña ventanam un espejo y una mesa, con su respectiva silla. Un minúsculo armario que ahora estaba lleno de sus pertenencias y algún que otro cuadro, era lo único que había en esa habitación.
Abre el armario y descuelga sus vaqueros, rotos por todos lados, el jersey, ancho y casi más grande que ella, una camiseta de su grupo de rock favorito y sus zapatillas de imitación barata (demasiado barata) de converse. Deja el bulto de ropa sobre la mesa y saca una toallita desmaquillante de su mochila, casi más vieja que sus vaqueros, y empieza a quitarse los pegotes de maquillaje negro que ese grito ensordecedor atado a su garganta, había provocado. Se quita las ojeras y a continuación, desabrocha su vestido, negro como el azabache, dejando que resbalara por su cuerpo, rozando con delicadeza cada una de sus curvas. De un tirón se quita los horribles zapatos y antes de lo que jamás habría imaginado, se viste con una rapidez digna de admirar. 
Pasa sus largos dedos por su corta melena y lo mueve de un lado a otro, se rasca la oreja izquierda y de un movimiento, saca su barra de labios roja, remarcándo sus labios y quitándose un poco de la comisura, frota una vez más sus ojos, haciendo que un poco del resto de maquillaje, se quedara bajo su párpado, haciendo sombra. 

Busca el paquete de tabaco, lo mete en el bolsillo y recoge el vestido del suelo, metiéndolo en la mochilla a presión junto a los tacones. Cierra la puerta y arranza su nombre de aquel molesto cartel en cursiva, recibiendo una mirada de odio por parte de la administradora -probablemente, la encargada de haber puesto ese cartel ahí- pero no le importaba. No ho. Ahora miso, no le importaba nada, ni nadie.
Sólo quería salir de ahí lo antes posible y como fuera. No quería juntarse con el montón de gente de etiqueta, con sus largos y caros trajes de noche que solo se pondrían para esa ocasión, no le apetecía que le dijeran lo mucho que les gustó su interpretación o lo bien que le quedaba el vestido, lo mucho que estilizaban sus piernas o lo guapa que estaba con ese cambio tan radical de pelo. Tampoco quería oír que tocaba el piano igual que su padre.
Sobretodo eso, sabía que si se quedaba, todo el mundo hablaría de su padre, de lo bien que tocaba el piano y de lo mucho que se parecía a él.
"Hijo de puta" era lo único que ella podía pensar. 

Encuentra la puerta de atrás y sale, con el cigarro ya en la boca y el mechero en su mano, prendiéndolo y aspirando todo el aire que sus pulmones le permitieran. 
Cualquiera diría que acababa de salir de un recital, o mejor dicho, del mejor recital que la ciudad ofrecía.
Callejeó hasta encontrarse a solas, sólo ella, con un viejo, frío y grafiteado muro de un callejón sin salida. Aunque para qué engañarse, si nunca estaba sola.
Su cabeza gritaba y rebobinaba una y otra vez su pasado. Sus risas. Sus palizas. Sus gritos. Sus lágrimas. Sus borracheras o sus noches ebrias frente a la chimenea con el piano de fondo, sonando melódicamente mientras que la madera y el periódico del día anterior ardían entre las llamas.
Porque si de algo estaba segura aquella chica de rostro de marfil, ojos negros y labios rojos, era que de su pasado, jamás se podría librar, nunca podría huir de ello. Por mucho que lo intentara, jamás lo lograría, los gritos taladrando su cabeza y los recuerdos apuñalando su pecho, jamás cesarían.

Así que una vez más, con las piernas temblando, asustada y desfallecida, sus rodillas no aguantaron la presión de su cuerpo y cayó en el frío suelo, mientras que la lluvia acompañaban la nostalgia de sus recuerdos y la soledad de su llanto, hasta conseguir calarla completamente, hasta los huesos, intentando ahogarla entre su memoria.