Café cortado sobre la mesa, gotas alrededor de la taza,
dejando una suave marca. Sonaba en aquella pequeña habitación, de muebles
blancos y clásicos, suavemente la banda sonora de Amelié y el olor a tabaco la
inundaba entera. El negro de su pelo contrastaba con su piel, pálida, perfecta,
blanca como la nieve. Sus labios rojos, como la sangre, en el borde de la taza
de porcelana china y sellando el filtro del cigarro.
Música lenta, y ella, se preparaba para bailar un baile que
jamás bailaría, se miraba en el espejo y dejaba que sus manos, recorrieran su
cuerpo como si fueran las de otra persona, mientras se probaba aquel vestido y sonaba
el viejo violín del cd.
Soñaba con recorrer el mundo, con su cámara, con él, sacando fotos hasta
a la más mínima y pequeña flor que se encontrara por su camino. París, Berlín,
Roma, Grecia, Sicilia, Barcelona, Monaco, Rusia, Japón, China, todo, lo quería
todo, en cambio, aquella chica de ojos negros y piel blanca lo que realmente
quería –y jamás tendría.- sería un baile con aquel chico de ojos verdes y rizos
en los años 50, nunca bailaría un último vals, con un cigarro entre los dientes
como las actrices de Hollywood, nunca le quitaría los primeros botones de la
camisa ni le abrocharía la corbata antes de salir a pasear por el París de los
años 20. No le vería mientras dormía ni uniría los lunares de su espalda. Y eso
es algo que jamás superó. No poder tenerlo, volver a tenerlo. Así que delante
de ese mismo espejo y ese mismo viejo violín, decidió bailar su último vals
acompañada de los brazos de la muerte